10 de agosto de 2017

Leyenda: La heredera mestiza

por Juan Pablo Fernández del Río

Al Rvdmo. P. abad del monasterio de San Gabriel, monseñor Domingo de Córdoba.

Querido hermano en Xto.:

En las primeras letras que os mandé elogiaba vuestra sabia decisión de reunir en un tomo leyendas y fábulas ejemplarizantes, y os comentaba la necesidad de contarlas desde el punto de vista del buen cristiano, mudando cuanto fuera menester, para que infieles y falsos ídolos queden sometidos al poder de Cristo y retenga esto la memoria del oyente. Mas esta noble tarea requiere habilidad para que el rastro de lo pagano no contamine lo divino, ni, en el afán por borrarlo, dejemos lagunas o incongruencias que resten credibilidad a lo narrado.

Hace poco, precisamente, hice un hallazgo que pone en relieve esto que os digo, y es que pude conocer las dos versiones de una misma historia: la cristiana y la pagana. Se trata de un suceso que Pablo, diácono de Mérida, relata en su obra Vitae Sanctorum Patrum Emeritensium. El autor narra la llegada de un abad africano a la región para hacerse cargo de un feudo en tiempos de Leovigildo, y de cómo es asesinado por los que iban a ser sus súbditos. En el texto se destacan sus virtudes y se demoniza a sus asesinos, como no podría ser de otra forma. Mas, por casualidad, buscando obras de Aristóteles, di con un palimpsesto que conservaba el original escrito en árabe. Conocéis ya cuán curioso soy: no pude resistir la tentación de transcribir todo el escrito y traducirlo. Hube de acudir a un truchimán, pues, aunque conozco el árabe, el texto era antiquísimo y no podía entender gran cosa. Resultó ser una periégesis de uno de los primeros invasores moros de la península en la que este recoge detalles geográficos e historias tradicionales de cada región. Grande fue mi entusiasmo al ver que algunos nombres coincidían con los del suceso narrado por el diácono emeritense, y, conociendo vuestra afición por los hechos del pasado contados en distintas versiones, aquí os traigo ambos textos ya traducidos. No es necesario que os diga que, dadas las lagunas del primero y la naturaleza del segundo, ninguno de los dos se debería incluir en vuestro compendio. Los reproduzco solo para vuestros ojos.


Vidas de los santos padres emeritenses, capítulo 3 (por Pablo, diácono de Mérida).

Cuentan muchos que hace ya bastantes años, en tiempos de Leovigildo, rey de los visigodos (568-586), el abad Nuncto vino de tierras africanas a la provincia de Lusitania, y que, después de pasar un tiempo allí, por devoción, quiso visitar la basílica de la Santísima Eulalia, donde descansan sus sagrados restos. Sin embargo, se dice que por todos los medios evitaba la mirada de las mujeres como quien huye del mordisco de una víbora, mas no por misoginia, sino porque temía caer en el vicio al contemplar su aspecto. Así pues, allá a donde iba, ordenaba que caminara un monje delante de él y otro detrás a cierta distancia para que ninguna mujer tuviera ocasión de verle. Este, tras llegar, como hemos dicho, a la basílica de la mártir Santa Eulalia, le rogó con mucha insistencia al reverendísimo señor diácono Redento, que allí mandaba, que pusiera un vigilante para que, cuando saliera de su celda por la noche a orar a la iglesia, no lo viera dentro ninguna dama. No obstante, mientras se demoraba unos días en aquella santa iglesia, una viuda muy noble y virtuosa, llamada Eusebia, estaba empeñada en verle. Él no lo consentía de ninguna manera, y, por más que le pidieran que se dignase a verla, no daba su brazo a torcer. Pero ella, determinada a salirse con la suya, imploraba al mencionado diácono Redento que, en terminando los laudes matutinos, mientras él volvía de la iglesia a su celda, y estando ella escondida, ordenara que encendieran cirios cerca del santísimo varón para que al menos pudiera verlo de lejos. Así se hizo, y en cuanto, sin él saberlo, le alcanzó a mirar la mujer, con un gran grito se echó a tierra, como si hubiera sido golpeado por una piedra, y, al instante, comenzó a decirle al diácono Redento: «¡Dios te perdone, hermano! ¿Qué has hecho?». Tras esto salió al punto y se retiró con unos pocos hermanos a una ermita, y allí se preparó una modestísima morada.

Sin embargo, como empezara a destacar en la región por sus muchas virtudes, su creciente fama llegó a oídos del rey Leovigildo, quien, aunque era arriano, para que rezara por él al Señor, dispuso por escrito que este hombre y sus hermanos recibieran una parte importante de su hacienda para que tuvieran comida y ropa; lo cual Nuncto rechazó de plano. Pero entonces fue a verle un mensajero del rey, que le dijo: «No debes despreciar el ofrecimiento de un amigo»; y, al final, cedió a las presiones.

Días después, los habitantes de aquel lugar empezaron a decir: «Vayamos a ver cómo es el señor al que nos han encomendado». Y al verle con la ropa sucia y hábito andrajoso, le amenazaron todos diciendo: «Preferimos morir a servir a semejante señor». Pasados unos días, estando el santo varón en el bosque con unas pocas ovejas que había llevado a pastar, al verlo solo lo asesinaron rompiéndole el cuello. Poco tiempo después pillaron a los asesinos y los llevaron encadenados a presencia de Leovigildo, diciéndole que eran quienes habían matado al siervo de Dios. Y, aunque no profesaba la fe verdadera, justa fue su sentencia, pues dijo: «Quitadles las cadenas y dejad que se vayan. Si en verdad han matado a un siervo del Señor, no seamos nosotros quienes cobremos venganza por su muerte, sino el propio Dios». Dicho esto, en cuanto los soltaron se los llevaron los demonios, y durante muchos días sufrieron hasta que hallaron la peor de las muertes al expulsar las ánimas de sus cuerpos.


Esto cuenta el diácono de Mérida, y bien habréis observado en el relato ciertos detalles que no cuadran, a pesar del cuidado que puso su autor en el tono moralizante de su hagiografía.

En primer lugar, parece ser que el tal Nuncto era persona en extremo rígida. Me causó cierta risa (Dios me perdone), leer que huía de las mujeres “como del mordisco de una víbora, mas no por misoginia”, pues, si bien la expresión la pone el autor, ambas sentencias se contradicen. En realidad, todo el primer párrafo trata de exaltar la virtud del protagonista para luego explicar por qué recibe el premio de Leovigildo.

Mas ahí está el segundo problema: ¿Cómo un arriano premia a un católico entregándole parte de su hacienda? ¿Para que rece por él a un Dios que, al contrario de la creencia arriana, no solo es Dios sino también Cristo? Y lo que es más, si una de las cosas que distinguía a los nobles era ser arrianos, mientras que los humildes eran casi todos católicos, ¿por qué premiaría el rey a un plebeyo?

En tercer lugar, si tan recto era nuestro Nuncto, dudo mucho que hubiera aceptado el regalo de un arriano, por muchas presiones que recibiera. Cierto es que debió recibirlas, mas pienso que, más que una merced, debió ser alguna herencia recibida, o bien de familiar, o bien de la propia Iglesia, que estimó oportuno ponerle a él al frente de una de sus heredades.

Cuarto, muy pobre me parece el motivo que tuvieron los campesinos para asesinarle. Vestir de forma humilde, más que despertar sus odios, debiera haber servido para despertar sus simpatías.

Y quinto, el hecho de que Leovigildo los indulte es harto significativo, y es lo que me hace dudar de que el rey fuera quien le entregara las tierras. El final, además, es brusco y, en mi opinión, poco creíble. Debió adornarlo un poco más el diácono, y no simplemente decir que “se los llevaron los demonios”.

Mas todas estas contradicciones quedan resueltas en el relato del moro, que es el que a continuación transcribo.


LA HEREDERA MESTIZA

Unos años antes de la hégira, cuando el gran rey Leovigildo reinaba en Hispania, existía en lo que hoy es la Cora de Mérida un feudo gobernado por un gran señor de nombre Gundemaro. Por su excesiva permisividad con los ritos ancestrales contrarios a la fe cristiana, se granjeó muchos enemigos, entre los que se contaba el poderoso obispo Masona, quien pudo difundir el rumor de que Gundemaro había sido hechizado por una bruja con quien había tenido una hija, Hilda. A la muerte del señor no había quedado heredero varón, y la supuesta hija, aunque en parte era goda, tenía dos importantes trabas para heredar las tierras de su padre: ser mujer y de humilde procedencia. Así pues, Masona, viendo la oportunidad de erradicar un importante foco pagano de su diócesis, llamó a un aliado suyo, el abad Nuncto, para proponerlo al rey como digno sucesor de Gundemaro.

Nuncto, a quien precedía fama de severo e intransigente, viajó con parte de su comunidad desde el norte de África bajo la protección de unos mercenarios bereberes a los que había contratado, y se quedó en Mérida a la espera de que se resolvieran los trámites. Una vez que las presiones hicieron efecto sobre el rey y este dio su brazo a torcer, Nuncto se trasladó a las tierras de Gundemaro y se asentó en su castillo, determinado a cristianizar aquel lugar donde con tanta fuerza persistían los ritos antiguos. Pero la resistencia que se encontró fue terrible.

Las gentes del feudo, que querían convertir a Hilda en su jefa, renegaron de Nuncto desde el primer día. Este, decidido a imponer su fe a toda costa, sembró el terror entre sus súbditos sirviéndose de los mercenarios a los que había contratado, a quienes dio orden de vigilar las tierras y ajusticiar a todo aquel que participara en los cultos impíos que se celebraban en los bosques en honor a la que ellos llamaban Diosa Madre, y que algunos conocían con el nombre de Salambó, y otros, de Astarté. Además, el abad trató de obligar a toda la comunidad a acudir a la iglesia so pena de pagar el doble de impuestos. Sin embargo, ninguna de sus medidas tuvo éxito, y lo único que conseguía era exacerbar la rebeldía de los siervos.

Enterado de la existencia de una legítima heredera, Nuncto concentró sus esfuerzos en atraparla. Sus brutos forzaron y torturaron a familias enteras para arrancarles el paradero de Hilda, pero esta, avisada, se ocultó en los bosques. Harta de ver sufrir a su pueblo, pidió a su madre que le cediera el honor de ser la sacerdotisa mayor del culto, y bajo esa dignidad logró reunir a todos los fieles de la zona y trazar un plan para deshacerse de Nuncto. Espiando al abad supieron que todos los domingos tras la misa salía a pasear por las heredades en compañía de sus hombres de armas, y esta costumbre fue la perdición del religioso. Pues un domingo, mientras caminaba por los pastos, el abad oyó unas voces lejanas que le increpaban. Descubrió el clérigo a un grupo de gente que, saliendo de un bosque cercano, le gritaban y le hacían gestos obscenos. Encolerizado, Nuncto mandó a todos sus hombres a perseguirlos, quedando solo. Fue entonces cuando Hilda, en compañía de otro grupo que se ocultaba tras una colina en el lado opuesto, salió en su persecución y, tras alcanzarlo fácilmente, lo mataron en el acto.

Al poco tiempo, el obispo Masona, al enterarse del suceso, mandó a sus hombres para que hicieran averiguaciones y apresaran a los culpables, cosa que lograron. De inmediato, Hilda, junto con otros cabecillas, fueron conducidos a presencia del rey Leovigildo para que recibieran de él su castigo. Mas este, enfrentado por aquel tiempo con Masona (que se había convertido al cristianismo, siendo el rey arriano), sentenció, con desprecio, que, si en verdad aquellas personas habían causado la pérdida de un siervo de Dios, que fuera Este, y no él, quien los castigara, tras lo cual los absolvió a todos. Adoptó entonces el feudo bajo su protección directa, y así el asesinato perpetrado por Hilda quedó impune, y esta, liberada y convertida en legendaria heroína para los suyos.


IDEAS DE AVENTURAS


  • Podría ser esta una buena ocasión para llevar Aquelarre a la Alta Edad Media, en tiempos de los godos, aunque, con muy pocas modificaciones, valdría para una partida en el periodo oficial del juego (siglos XIV y XV). La historia se puede vivir desde dos ángulos interesantes: el de los paganos o el de los cristianos.


  • Si optas por los primeros, los PJ pueden ser miembros del culto a Salambó y ayudar a Hilda a echar de sus tierras a los invasores cristianos comandados por Nuncto. La partida comenzaría desde la llegada del abad, proclamándose señor del feudo, pasando por los abusos de sus matones, ayudar a Hilda a ocultarse y, finalmente, trazar el plan para deshacerse del fanático clérigo.


  • Pero también podría ser interesante que los PJ fueran contratados por el obispo Masona para indagar sobre lo sucedido tras el asesinato de Nuncto. Los PJ llegarán a un lugar abiertamente hostil cuyos habitantes tratarán de expulsarlos a toda costa, y recurrirán al poder de su Diosa Madre, en manos de Hilda y sus sacerdotisas, para ponérselo realmente difícil. Capturar a Hilda debería ser el objetivo último.


  • La liberación de Hilda por parte de Leovigildo podría dar lugar incluso a una buena campaña, estén los PJ en el bando que estén, si Masona se lo toma como algo personal y se empecina en acabar con los paganos.

2 comentarios:

  1. ¿Qué tal si los Pj, siendo los mercenarios de Nuncto, hubieran evitado su muerte? Una nueva oleada represiva contra el culto y los campesino convertiría a la aventura o campaña en algo más oscura.

    Felicidades por los legajos encontrados ;)

    ResponderEliminar