27 de julio de 2017

Leyenda: La cadena de los cautivos


Por Juan Pablo Fernández del Río

Al Rvdmo. P. abad del monasterio de San Gabriel, monseñor Domingo de Córdoba.

Querido hermano en Xto.:

Le complace grandemente recibir tantos elogios a este humilde siervo del Señor, y celebro que concordéis con mi visión sobre el tema de las leyendas, mas no merezco mayor loor que la divina providencia, que nos une a nosotros, hermanos en Cristo, para dar mayor gloria a la obra del Altísimo.

Me pedís más historias como la del escarmentado giróvago, y, si Dios lo quiere, os las he de dar, mas permitidme que esta vez intente atraer a las ovejas descarriadas sin mentar al diablo. Pues si algo enardece el corazón de los hombres más que el temor a lo que desconoce, es el común enemigo. Tiempo asaz holló el sarraceno estas tierras para que la verdadera fe se tambaleara, pero las inequívocas verdades racionales que emanan de Cristo, como ha de ser, se terminaron imponiendo. Imaginad aquella época en la que la pobre gente de la frontera quedaba expuesta a las razias inesperadas del infiel, y cuánto debieron sufrir nuestros hermanos al verse arrastrados al cautiverio por aquellos infames musulmanes. Muchas leyendas nacieron de esos tiempos de terribles y crueles enfrentamientos. La que aquí referiré es solo una más de tantas.

Iba yo acompañando al prior de los Trinitarios al pueblo de Arrambla para visitar la congregación que allí se reunía, y quisieron mostrarnos la parroquia por que admiráramos su exquisita portada plateresca. Para ello llamaron al sacerdote, un hombre campechano y muy aficionado a la conversación, que nos desveló cuantos misterios encerraba cada rincón del templo. Al acceder al atrio vimos unas gruesas cadenas que rodeaban todo el espacio, y yo, que soy de natural curioso, quise saber el significado de aquello. La historia que el viejo párroco nos contó es la que abajo reproduzco.

La cadena de los cautivos

Para la gente que amaneció aquel 16 de abril, el día debió comenzar como otro cualquiera. Uno se estremece al imaginar lo que debieron sentir, estando inmersos en sus quehaceres cotidianos, al escuchar el ruido de miles de cascos herrados cada vez más cerca, y cómo, una vez avistados los moros, presa del pánico, hubieron de gritar y correr acá y acullá, sin tiempo apenas para resguardarse en un castillo mal defendido por ser pueblo de realengo. Que, mal que les pese a los humildes servir a un señor en tiempos de paz, bien que se alegraban de estar bajo su tutela cuando llegaban los moros. Pues cuentan que pasaron estos por los feudos de Aguilar, cuyo conde fácilmente los rechazó. Mas en el pueblo humilde que nos ocupa, a lo más que se podía aspirar era a escuchar a tiempo tañer la campana de la iglesia para ponerse a salvo. Tras apoderarse de cuanto ganado y grano hallaron en su camino, superaron los infieles sin mucho trabajo las maltrechas murallas, saquearon templos y casas sin miramientos y cometieron toda clase de excesos con los pobres vecinos. Asentáronse allí un día entero, y tuvieron tiempo para hacer más de trescientos cautivos, hombres a los que arrancaron de sus hogares y familias para venderlos en Granada una vez concluidas sus tropelías.

No fue, empero, aquel su peor pecado, pues invadieron también un convento que había extramuros y, como quisieran ultrajar a las monjas, salió la madre superiora en su defensa y aquella mujer tan valiente hubo de pagar su gesto con su vida. Al día siguiente, con todo dispuesto para que la cabalgata de la muerte prosiguiera su marcha de destrucción, reunieron a los hombres que habrían de llevarse frente a la iglesia, y allí les salió el párroco, quien con no menos arrojo y temeridad que la monja asesinada, mientras ponían los grilletes señaló a su mandamás y le dijo: «Dios te hará pagar tanta lacería: con los mismos grillos que arrebatas la libertad de mi gente te han de despojar de la tuya». Debió parecerle graciosa al moro la audacia del religioso, o quizá una insana superstición atacó su conciencia; sea como fuere, marchó respetando la vida del cura.

Y aunque supiera, lo cual es incierto, a quién dedicaba tan mal presagio, seguramente no se habría achantado tan audaz sacerdote. Pues el autor de tamaños quebrantos no era otro que Boabdil, último rey de Granada. Quiso Dios que poco después un monarca tan indigno como él sufriera en sus carnes el dolor causado a quienes hizo perderlo todo cuando, entre lágrimas, tuvo que dejar atrás la bella ciudad nazarí.

Siguió el agareno depredando los pueblos de alrededor en los días subsiguientes, llegando a reunir un gran botín obtenido principalmente de los templos y llevando consigo más de dos mil cautivos. Se volvió hacia Lucena el día 20, y allí puso sitio. Más le hubiera valido regresar a Granada que detenerse en tan gran confluencia de condados, pero quiso Dios que cometiera aquel error. Pues el valeroso alcaide de los Donceles, Diego Fernández de Córdoba, defendía la plaza, y supo sostenerla con suma astucia. El moro tenía prisa, sabedor de la proximidad de otras plazas fuertes, y por eso urgió a Diego a capitular. Este fingió entrar en negociaciones, mientras mandaba un mensajero a los condes de Baena y Cabra pidiéndoles refuerzos. Llegaron presto los susodichos con tres mil infantes y mil quinientos caballos a socorrer a los lucentinos, y el ejército sarraceno se dio a la fuga. Los persiguieron, queriendo recuperar las riquezas y liberar a los cautivos, pero, llegando a un arroyo, Boabdil se detuvo y ordenó desplegar sus tropas. Fue entonces cuando se hizo patente la superioridad de los moros, que contaban con casi el doble de soldados que los cristianos. Vacilaron estos al ver que podían quedar cercados, pero en ese instante llegó con su ejército el señor de Aguilar, cuyas plazas, recordemos, habían sido atacadas días atrás por los moros sin éxito, a raíz de lo cual los había estado vigilando de cerca. Reunidas sus fuerzas con el resto, en alianza con el alcaide y los otros condes, atacaron con tal ímpetu a los sarracenos que los hicieron huir en desbandada. Boabdil, herido su caballo y rodeado de enemigos, fue capturado por el conde de Baena, quien liberó a los cautivos y engrilló a los que fueran sus captores. 

El rey moro fue encerrado en el castillo de Baena, y luego conducido a Córdoba, donde fue presentado a los Reyes Católicos. Con él iban los cautivos, que regresaron a sus casas aún con los grillos puestos, a la espera de ser liberados de ellos a golpe de martillo por los herreros. El día 26 llegaron a Arrambla los trescientos que fueron capturados el infausto día. Recibidos con repique de campanas, fueron todos a la iglesia mayor para dar gracias a Dios por su recobrada libertad, donde, reunido todo el clero, se celebró un solemne Te Deum. Después, a sugerencia del párroco, se fundió el hierro de sus grilletes para fabricar la cadena que ahora luce en el atrio de la iglesia, en recuerdo del milagroso regreso de los cautivos y del augurio felizmente cumplido.

Ideas de aventuras:

  • Los jugadores podrían ser parte del ejército de Boabdil, y así exponerse al vil desenfreno de sus camaradas de armas, para luego tratar de sobrevivir en la huida. Algún destacamento del ejército cristiano, liderado por un noble segundón en busca de gloria, podría perseguirlos hasta algún pueblo, donde deberán ocultarse e intentar salir ilesos.
  • También sería interesante que los jugadores fueran parte de los invadidos y que vivieran la angustia del cautiverio, tratando de sobrevivir y trazar planes de fuga. Y luego, si consiguen huir, podrían unirse al ejército cristiano y luchar contra sus captores. Incluso podrían perseguir a un grupo de huidos que se hayan portado especialmente mal con ellos y cobrarse así su venganza. Hay una película, La leyenda de los 100 caballeros (1964), que trata de la invasión de un pueblo cristiano de la península por parte de los árabes y cómo sus vecinos se rebelan contra ellos; puede resultar inspiradora para el DJ.
  • Los Reyes Católicos liberaron a Boadil a cambio de parte de su territorio. Este no olvidó al cura que lo maldijo, y, por ello, mandó a unos sicarios para asesinarlo. Los PJ pueden ser esos sicarios, o bien, uno de ellos puede ser familiar del cura y escuchar la conversación de los asesinos por casualidad en una taberna; tendrá que pedir ayuda a los demás PJ para perseguirlos y evitar que cumplan su misión.

20 de julio de 2017

Reglas: De Pugna Campeadorum


De Iago Urruela

Uno de los “problemas” que suele darse en los sistemas BRP o porcentuales, es la posibilidad de enfrentarse dos contendientes con valores muy altos en sus competencias. Este enfrentamiento se puede alargar durante mucho tiempo, quitando tensión y dramatismo a la escena, esperando a que uno de los jugadores logre un Crítico o sufra una Pifia. Esta situación no sucede con otras tiradas enfrentadas, en las cuales, la categoría de éxito deja claro el resultado.

Y la pregunta es... ¿Cómo se puede evitar esto? Otros sistemas BRP como RuneQuest, Stormbringer, Cthulhu... lo intentan evitar creando “variantes” diferentes que se añaden al combate. Nuestra intención es proponer tres alternativas o métodos para lograr un combate más dinámico, y sobretodo, rápido.

Con los dos primeros métodos, el propósito no es crear un nuevo sistema de combate, sino intentar que lo “nuevo” no se “aleje” de la base del propio sistema de combate de “Aquelarre”, y poder seguir utilizando las diferentes maniobras de combate. No quiero olvidarme de Juan, Rorro y Tito, mi mesa de juego habitual, sin los cuales estas “divagaciones para mejor matar”, difícilmente llegarían a ningún sitio.

Con el tercer método, siguiendo una idea del propio Ricard Ibáñez, se trataría de enfocar el asalto de un modo “diferente”, pero también compatible con el resto de maniobras.

Para no entremezclar métodos, sabiendo que se repiten párrafos completos, se pretende tenerlo todo “seguido” y evitar complicaciones al leerlo. Además, utilizaremos el orden propio del libro, dejando las partes que consideramos importantes, y añadiendo los cambios que hemos creído oportunos.

13 de julio de 2017

Leyenda: El monje que vendió su borrico


Por Juan Pablo Fernández del Río

Al Rvdmo. P. abad del monasterio de San Gabriel, monseñor Domingo de Córdoba.

Querido hermano en Xto.:

En grado sumo celebro vuestra decisión de recopilar historias que asistan a nuestros hermanos en su sagrada labor evangelizadora. A pesar de los esfuerzos que, desde tiempos visigodos, la Santa Madre Iglesia viene haciendo por erradicar el paganismo, este persiste con fuerza en determinadas zonas de nuestra península, y no parece tarea fácil implantar en esas rústicas y cerriles mentes arrebatadas por el diablo el temor de Dios.

Mas con humildad os digo que, habiendo sido yo limosnero, y por ello acostumbrado a los viajes por los pueblos de mi comarca repartiendo las dádivas entre los parias, habéis acudido a la persona indicada para comenzar a engrosar vuestro libro. Pues muchas supersticiones llegaron a mis oídos aquellos años, las cuales, sabedor de que es imposible borrarlas de la memoria de los incultos, modifiqué para que, de enemigas de la cristiandad por su apología de lo pagano, se tornaran en aliadas. No hay manera más eficaz de apartarlos de falsos ídolos y demonios, pues incluso aquellas tradiciones paganas más antiguas hallan su final al mezclarlas con las sempiternas verdades racionales de la fe cristiana. ¿Quién si no iba a decir que acabaríamos con la arraigada celebración del día de los ratones y las polillas, venerados como dioses a los que apaciguar para que respetaran arcones y despensas, como comenta San Martín de Braga en De correctione rusticorum?

Permitidme, por ende, que inaugure mi colaboración con una de esas historias convenientemente sazonadas, que cale y castigue, estremezca y advierta, para que el inculto recuerde y aprenda que desviarse de los rectos caminos del Señor es condenar su cuerpo y su alma de manera indefectible.

El monje que vendió su borrico

Cuentan que por estas tierras había un pícaro de esos que llamamos giróvagos, que vagan de monasterio en monasterio en busca de asilo y comida fingiendo ser monjes sin en verdad serlo. Aquel redomado sollastre, que respondía al nombre de Andrés, viajaba a lomos de un burro, sustraído, sin duda, a algún incauto o incluso quizá de algún monasterio. No habría de irle mal el negocio, pues lucía oronda panza y nunca le faltaba el vino, al que era aficionado hasta un punto más allá de lo decente.

Cierto día dirigíase a Montoro, donde habría de solazarse en la feria para después visitar una cercana abadía y allí reponer fuerzas y víveres de cuanto pudiera apropiarse. En el camino encontró a un campesino que, concluida la jornada, regresaba a casa, y le ofreció llevarlo en el burro a cambio de que le pusiera al corriente sobre los últimos acontecimientos en el pueblo y la abadía. El hombre aceptó y montó detrás de él, pero, por mucho que Andrés intentaba sonsacarle, solo recibía evasivas como respuesta, y, a veces, ni siquiera le entendía cuando hablaba. Creyendo que era deficiente o que no estaba totalmente en sus cabales, desistió y se limitó a permanecer en silencio durante el resto del trayecto. Al poco, Andrés se apercibió de que la respiración de su acompañante se había ido haciendo cada vez más pesada, como si se hubiera quedado dormido. No obstante, le tenía fuertemente agarrado por la cintura, y, de hecho, la presión de sus dedos era cada vez mayor. Llegó un momento en que el dolor ya se hizo insoportable, y se volvió para pedirle que no le apretara tanto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la persona que montaba a su espalda en ese momento no era la misma que había recogido hacía un rato. Su piel era de un tono verdoso, unos dientes enormes le sobresalían, sus ojos eran brasas encendidas, y le estaba clavando unas horribles garras en el costado. Fue tal el sobresalto, que Andrés se cayó del burro y salió corriendo despavorido hacia el pueblo sin mirar atrás.

La gente le vio llegar exhausto y pidiendo socorro. Varios acudieron pensando que había sido víctima de los bandidos que abundan en Sierra Morena. Entre balbuceos, al fin pudieron entenderle que un monstruo le había atacado en el camino mientras se dirigía al pueblo montado en su burro. Dudaron al principio los presentes al ver su hábito de monje, pero, al percibir el hedor a vino que desprendía su aliento, llegaron a la conclusión de que el exceso de morapio había sorbido la sesera a aquel religioso, máxime cuando vieron llegar su montura a paso sereno, sin ningún extraño jinete sobre ella y con las alforjas repletas de garrafas llenas del báquico licor. Entre nervios, dolor e indignación, Andrés sufrió lo que aquí llamamos una alferecía, y cayó al suelo sin conocimiento. Entre varios le llevaron a la posada para que pudiera descansar, y fue entonces cuando vieron que tenía el hábito abierto y ensangrentado por los costados. Llamaron a un cirujano que había llegado al pueblo para montar su tienda con motivo de la feria y estaba alojado en aquella posada. Cuando este le descubrió el torso para explorarlo, quedó espantado, y dijo que, a pesar de haber visto heridas de todo tipo, jamás había presenciado una tan terrible ni conocía animal que pudiera causar tamaños desgarros.

Recuperado del mal trance y de sus heridas, se dice que Andrés vendió su borrico y su vino y acudió al monasterio con todo lo recaudado, ofreciéndolo al abad como donación a cambio de su ingreso permanente. Jamás habló con nadie a partir de entonces si no era para contar cómo el haberse desmandado de la senda del Señor le arrojó a las garras del demonio, mas que Aquel le permitió sobrevivir a su horrible encuentro para darle la oportunidad de arrepentirse y llevar una vida piadosa durante el resto de sus días.

Ideas de aventuras:
  • Todo es un montaje perpetrado por Andrés y sus socios bandidos, entre los que se encuentra el cirujano, para sembrar el pánico en el pueblo. Al día siguiente, otra persona (otro de los bandidos) aparece con las mismas heridas. El pánico cunde entre la población, hasta el punto de que existe el riesgo de que se suspenda la feria. El objetivo de los bandidos es que los contraten para vigilar los caminos, recomendados por alguien del Concejo, que sacará una buena tajada del asunto. Pero el Concejo también contratará a los PJ. Esta vez tendrán al enemigo bastante cerca, ya que los bandidos aprovecharán la más mínima distracción para quitarlos de en medio.
  • Andrés no ha sido más que objeto de un escarmiento. Conocida su condición de giróvago por el abad, este contrató a alguien para que le diera un buen susto. El problema es que esa persona ha desaparecido. El asunto requiere discreción, por lo cual el abad contratará a los PJ para que lo resuelvan. Y es que una corrupia (pág. 366 del manual de juego) se ha establecido en las cercanías del pueblo y necesita comida para ella y sus crías.
  • En una gruta cercana al pueblo se han congregado varios miembros de la Secta del Magisteruelo (pág. 454 del manual de juego) que están invocando demonios para causar el terror y la confusión en los alrededores. Su intención es provocar la suspensión de la feria debido al miedo provocado por sus acciones, ya que este es el mandato de Frimost (pág. 279 del manual de juego), demonio del que son acólitos. De conseguirlo, se harán mucho más poderosos y será mucho más difícil expulsarlos.

6 de julio de 2017

Aventura: Domus maléfica


por Ricard Ibáñez

Angelicum Natura fue el suplemento de Aquelarre que se quedó sin ir a la imprenta cuando Joc Internacional cerró sus puertas. La mayoría del material se recuperó posteriormente en la segunda edición del juego, pero quedó algo de material inédito: las llamadas "Leyendas angélicas", leyendas con ideas de aventuras. Me proponía subirlas como colaboración, pero Antonio Polo me dijo: "Quillo, estírate y por lo menos desarrolla una..."

A mandar jefe. Ya sabes que no puedo negarte nada...

(Por si alguien tiene interés, la leyenda es murciana, y se dice que el caserón existió hasta 1862, fecha en la que fue derruido).

Además de en esta entrada, puedes descargarla en la Biblioteca de Descargas, la pestaña que tienes en la parte superior, donde encontrarás mucho más material para el juego.