Por Ricard Ibáñez
La carroña estaba fresca, y los perros gimieron. Los dos hombres se miraron, entendiéndose sin palabras: Su presa estaba cerca... Y los perros le tenían miedo. No mostraban, como otras veces, la ansiedad de la caza.
—Para ser un lobo, es muy grande... —dijo Julián.
—Para ser un lobo, tiene pies y dedos, no garras —respondió el cazador con firmeza— Fíjate en la huella.
Julián miró la huella, y luego al cazador. Era éste un hombre de cuarenta años muy cumplidos, alto y fuerte como un roble, con una cicatriz que, naciéndole de debajo del ojo derecho, le recorría toda la cara hasta la barbilla, partiéndole los labios. Quizá por culpa de tan tremenda herida el cazador no sonreía. Nunca. Y tampoco era amigo de mentir. Fue a decir algo más... y entonces los perros ladraron, con más miedo que furia, hasta que un rugido los hizo callar.
—¡Maldita sea! ¡Está aquí! —gritó el cazador, echando mano de su arco.
Julián también cogió su ballesta, destrabó el seguro y trató de apuntar.
Simplemente, no tuvo tiempo.
Algo muy rápido y muy fuerte se lanzó contra él, derribándolo al suelo. la ballesta se disparó sola cuando se la arrancaron de las manos, y el virote se fue a tomar por culo. Él se encontró forcejeando contra lo que parecía un hombre, muy grande y muy peludo, con unos dientes amarillentos que a Julián le parecieron enormes de tan cerca que los tenía, pues con ellos trataba de morderle en el cuello para sin duda arrancarle la yugular. Alguien gritaba, y Julián tardó en darse cuenta de que era él mismo quién lo hacía. Una sombra apareció en lo alto, por encima de la criatura contra la que luchaba por su vida, y descargó un golpe en la espalda del ser con tal fuerza que le dolió hasta a él. Pero más le dolió a la criatura, que se puso rígida y aulló, esta vez de dolor. El cazador echó hacia atrás su hacha, le dio otro golpe en el lomo como si estuviera cortando leña y la apartó de Julián de una patada. Los perros, ahora envalentonados, se lanzaron contra la criatura moribunda y la destrozaron a dentelladas.
El cazador se inclinó sobre Julián, que tenía las piernas flojas, se había orinado encima y no se sentía capaz de levantarse. Con brusquedad le examinó la cara y el cuerpo, buscando heridas de mordiscos. Y Julián tragó saliva, pues no sabía qué haría el cazador si las encontraba.
Para su alivio, el cazador se irguió y le dijo:
—Has tenido suerte. Sólo tienes golpes y arañazos.
—¿Y ahora? —preguntó Julián con voz temblorosa.
—Ahora quemaremos este cuerpo, enterraremos sus huesos y cenizas, pasaremos por mi cabaña a recoger un par de pieles de lobos que cacé el otro día y las enseñaremos diciendo que hemos ahuyentado la manada que hacía desaparecer las ovejas y los críos del pueblo.
—¿Y la gente se lo va a creer?
—La gente se cree lo que se quiere creer. Y si no hay más desapariciones, lo que les digamos será la verdad.
Julián se obligó a mirar el cadáver aún caliente de la criatura.
—Eso era... ¿Era un hombre?
—Posiblemente lo fue. —le contestó el cazador.— Posiblemente fue un nacido de madre como tú y como yo. Luego, fue a vivir con los lobos. Por gusto, o porque no tenía ya sitio entre los hombres. Quizá le mordiera un animal, quizá se volviera loco. Cree lo que mejor te parezca. Todas las respuestas que le busques tendrán su parte de verdad...
Julián no apartaba la mirada de la criatura. No parecía oír al cazador.
—Entonces... ¿Son ciertas las leyendas?
El cazador soltó una risita, corta y amarga.
—Amigo... Las leyendas siempre son ciertas.
Vaya, un lobero entrado a fondo en el aspecto de sus nuevos congéneres. Muy bien estructurada, me ha encantado, sobre todo cuando el grito que oía supo que era suyo momentos después :)
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